Argentina salvó el honor de América y disputará la final de Maracaná contra Alemania. “Brasil, decime qué se siente tener en casa a tu papá (…) A Messi lo vas a ver, la Copa nos va a traer, Maradona es más grande que Pelé”, no para de cantar la hinchada albiceleste desde que llegó a Río de Janeiro. No hay consuelo posible para la anfitriona, obligada al partido de castigo contra Holanda, la eterna derrotada del Mundial. No hay tampoco selección más difícil de pelar que la argentina del Jefecito Mascherano reencarnado en el Negro Obulio Varela, el Jefe de Uruguay en 1950. Messi todavía tiene la opción de ser la mayor celebridad del fútbol gracias a Mascherano y al portero Romero, que fue como Goycochea en Italia 90 en la semifinal contra La Azzurra.
Los meritorios redimieron al 10. A Messi le pesaron demasiado las dos cintas que le anudaron en sus brazos, una por Di Stéfano en señal de duelo y otra por Maradona como capitán: los brazaletes fueron pesas para La Pulga. No se ofreció, ni tiró, ni dio un pase, sino que se remitió a la tanda de penaltis para dejar el 0-1. No salió del minuto de silencio que se guardó en memoria de Don Alfredo. Ni Messi ni el partido de São Paulo. A una primera semifinal por exceso siguió una segunda por defecto, digna de ser penalizada si se atiende al currículo de los dos equipos y de sus figuras, sobre todo de Messi y Robben.
No habrá partido fácil de jugar después del impacto del 1-7 del Mineirão. Los aficionados se miran, los jugadores tocan al pie y los técnicos cuidan mucho la alineación, también Van Gaal y Sabella. El holandés cambió a un extremo como Depay por un volante recuperador de la talla de De Jong y el argentino sustituyó al atacante Di María por el centrocampista Enzo Pérez. El mensaje de los técnicos caló en el encuentro. Ninguno de los dos equipos se soltó, ambos pendientes del freno de mano, preocupados por evitar el error y no por generar situaciones de riesgo, más allá de que los oranje se desplegaran a partir de tres centrales (5-3-2) y los albicelestes del clásico 4-4-2, la nueva fórmula después de quedarse sin Di María ni Agüero de los cuatro fantásticos aclamados por Messi.
El 10 tomó la pelota a poco de empezar y se arrancó con un tiro libre que blocó Cillessen. Y para de contar: se fue Messi. Argentina enfilaba a Holanda por el flanco izquierdo, defendido por Martins Indi, un zaguero faltón que recuerda a Bogarde. Las ayudas y coberturas, sin embargo, funcionaban bien en el equipo de Van Gaal mientras el de Sabella procuraba que no entrara en juego Robben. El dinamismo de Enzo Pérez ayudó a combatir la quietud general, terreno abonado para las contras vertiginosas al espacio de Robben. Tampoco se calzó los tacos el 11. Mandaba la táctica, se imponía el respeto por no decir el miedo, no pasaba nada en São Paulo.
Aguardaba Messi y esperaba Robben. No entraban en juego ni el 10 ni el 11, desconectados de las líneas de pase, disminuida Holanda por las molestias de Sneijder. No había más protagonista que Martins Indi, o Bruno Martins, un defensa del Feyenoord nacido en el circuito industrial de Lisboa al que buscaban siempre Messi y Lavezzi. No quedaba más remedio que atender a una jugada de estrategia, al momento Messi o al momento Robben, o a la libreta de Van Gaal. No tardó ni un minuto el técnico en sustituir a Martins Indi por Janmaat, que se situó en el lateral derecho para que Kuyt defendiera el flanco izquierdo.
La versatilidad de los zagueros holandeses es tan amplia que permite multitud de movimientos correctores, y más en manos del calculador Van Gaal. Ya no hubo ni la posibilidad de mirar a Martins Indi. Ni los cánticos albicelestes despertaron el partido, cada vez más parado, tenso, trabado, pasado por agua e insoportable, nada nuevo por parte argentina, siempre pendiente de Messi, y en cambio una sorpresa en Holanda, hasta ahora más protagonista futbolísticamente en la Copa.
No estaba Messi, como si le hubieran sustituido, perdido por la cancha, ni corría Robben. Y no había pleito si no intervenían el 10 y el 11, resguardados los demás detrás de la pelota, parapetados en su muro, fallones hasta en las faltas laterales. No daban una a derechas ni unos ni otros, siempre en fuera de juego, flojos de piernas, bloqueados, atemorizados por la derrota. Ni la salida de Agüero despabiló a Argentina. La única oportunidad llegó cuando Mascherano se tiró al suelo para sacar un tiro de Robben (m.90).
La jugada dio paso a la prórroga y Van Gaal apostó por Huntelaard como tercer cambio por el desaparecido Van Persie, señal de que aspiraba a resolver el choque antes de los penaltis, pues ya no podría dar entrada al portero suplente Krul, decisivo en la tanda con Costa Rica. Argentina cerró los ojos y con dos menos, ausentes Messi y Agüero, se puso a defender su marco con la misma eficacia que ante Suiza o Bélgica. No hay manera de meterle un gol a Romero ni cuando Robben encuentra finalmente espacios para tirar un caño a Demichelis. Abierto el partido, La Albiceleste incluso tuvo la opción de cerrar el pase a la final con un remate fallido de Palacios y un segundo de Maxi.
Mascherano se jugó la vida por Argentina en el partido y en la prórroga, de manera que no hubo manera de evitar los penaltis. Y Cillessen no fue entonces Krul. El protagonista fue Romero, que le paró los lanzamientos a Vlaar y Sneijder mientras no fallaban Messi, Garay, Agüero y Maxi. A Van Gaal le fallaron por una vez los cálculos ante la competitiva selección del Jefecito Mascherano, omnipresente en São Paulo, salvador de Messi, que podrá ser Maradona el día 13 en Maracaná. Argentina y Alemania jugarán la final como en 1990 y como en 1986 cuando La Albiceleste del Pelusa salió campeona en México. (EL PAÏS)